Vulnerables y crimen organizado: un gran desafío de nuestro siglo

Julián Ercolini | Juez Federal Buenos Aires, Argentina

Vulnerables y crimen organizado: un gran desafío de nuestro siglo

Buenos días a todos, ante todo mi agradecimiento a Su Santidad el Papa Francisco, a la Pontificia Academia de Ciencias Sociales y a Monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, por la organización de este encuentro tan importante y significativo de dimensión global; por ofrecer y ponernos a disposición este lugar y por supuesto por la invitación, que al tiempo que nos distingue, nos une y nos compromete aún más. También mi agradecimiento especial para el Diputado Gustavo Vera, por su intenso trabajo y por su articulación en Argentina para que este encuentro fuera posible. También, por supuesto, a todos los aquí presentes.

En particular vivo esta oportunidad con la gran emoción de compartir con tantos colegas de distintas partes del mundo preocupaciones en común sobre prácticas contrarias a la dignidad del ser humano, que a pesar de las distancias y de las diferencias culturales, se reproducen en el planeta como si tuvieran un manual único en común.

Deseo aportar algunas palabras sobre una relación que existe – de un modo muy intenso e interdependiente – entre personas pertenecientes a determinadas franjas de vulnerabilidad, especialmente social, y al llamado contemporáneamente crimen organizado.

Y deseo afirmar, por lo menos para agregar a una mesa de discusión y de reflexión:

  • que lo que conocemos hoy en día como crimen organizado es el lado oscuro del mercado
  • que en general el llamado crimen organizado se vale del aprovechamiento y abuso de personas de extrema vulnerabilidad, normalmente de tipo social
  • que ese aprovechamiento esta disfrazado o invisibilizado socialmente por una serie de razones, entre ellas por la indiferencia y porque se asienta sobre creencias falsas de respeto de derechos y libertades fundamentales reconocidos y consolidados,
  • que la labor que se puede hacer desde la administración de justicia es importante, pero es fundamental la concientización, la prevención y un trabajo mancomunado desde todas las áreas públicas y privadas.

En cuanto al llamado actualmente crimen organizado, no existe consenso acerca de una clara o unívoca definición; ello por distintas razones, que han motivado algunos desarrollos e intentos de explicación teóricos. No obstante, no es esta la ocasión, ni el lugar para exponerlos, aunque me animo aventurar que con la alusión a crimen organizado – tan acertada como abarcativa –  no debemos perder de vista que la mayoría de los delitos graves que se incluyen en él, pertenecerían a una categoría con un nombre también comprometedor: delitos o crímenes de mercado.

Si bien darle un nombre a determinada franja de delitos con cualidades comunes podría considerarse algo trivial o meramente clasificatorio, es precisamente curioso que no exista una clara acepción y que la tendencia general lleve a representarnos la idea de organizaciones con reminiscencias literarias y cinematográficas, cuya popularidad y fuerza emocional – junto a nuestros propios prejuicios – condiciona sutilmente la idea de quienes trabajamos en la administración de justicia y termina limitando nuestros objetivos y nuestras estrategias.

Para ello no es menor – o no ha sido menor – cierto desdén por el llamado crimen organizado, desde ámbitos académicos con indudable poder de prédica en la segunda mitad del Siglo XX:

  • desde la sociología, por ejemplo, por imposibilidad, prejuicios o temores relativos a la obtención de fuentes de investigación primarias, ya que, según se alude, las que existen provienen en general de las fuerzas de seguridad, que poseen metodologías y fines diferentes
  • desde el derecho penal también, por cierta tendencia a negar calidad académica a delitos en los que entre víctima y victimario existe una apariencia de consenso,
  • y desde la economía, posiblemente por dificultades de investigación de situaciones con las mismas reglas del mercado en ocasiones tangentes y en otras confluyentes entre lo legal y lo ilegal.

Como sea, las actividades del llamado crimen organizado van dejando – o deben ir dejando – de ser vistas en el Siglo XXI como las de las arquetípicas mafias que se describían en la primera mitad del siglo pasado y van divisándose cada vez con mayor nitidez, como un conjunto de actividades ilegales, ilícitas o desviadas más sutiles, que operan en el mercado, con sus mismos objetivos – la obtención del máximo beneficio económico –; y esto se manifiesta, dicho genéricamente  en:

  • la provisión de bienes y servicios ilegales: como, por ejemplo, producción o tráfico de drogas prohibidas, de inmigrantes ilegales, prostitución, armas;
  • la comercialización de bienes lícitos obtenidos ilegalmente; automóviles u otros bienes de lujo, etc.
  • la ayuda a las empresas legítimas en materias ilegales, como las vulneraciones en materia medioambiental o laboral;
  • o la utilización de redes legales para actividades ilícitas, como, por ejemplo, el transporte de drogas o el blanqueo de capitales en inversiones inmobiliarias u otros negocios.

Así, para marcar una diferencia que nos lleva a denominarlos como crímenes de mercado, podría decirse que la llamada criminalidad común tiene un carácter predatorio que “re-distribuye las riquezas existentes”, mientras que los crímenes de mercado abarcan la producción y distribución de nuevos bienes y servicios, como “valor agregado”.

A ello se le debe agregar otra coincidencia: no es posible encontrar en la antigüedad, en la edad media o en Asia antigua fenómenos de crimen organizado porque precisamente se viene desarrollando desde el siglo pasado, paralelo al desarrollo del mercado, al punto que también se impregnó de la llamada globalización.

 Estas características generan una sensación de aceptación, de consenso social, sobre la base de una creencia bastante generalizada de que nos encontramos ante exceso de codicia; ante delitos sin víctimas, lo cual es falso.

Y es falso porque, como todos los que estamos aquí sabemos, los criminales del mercado se valen, se aprovechan o cosifican a millones y millones de personas de todo el mundo en situación de extrema vulnerabilidad, que no sólo se limita a la pobreza – por sí gravísima y basal –. La vulnerabilidad también puede ser jurídica; ambiental; económica; psicológica; biológica; social; y puede ser también espiritual. Normalmente, la suma de varias de ellas. 

Porque, recordemos, hablar de vulnerabilidad de las personas es hablar de situaciones de capacidad disminuida para anticiparse a los riesgos por causas naturales o humanas, a resistirlos y a superar en la eventualidad las consecuencias.

Pensemos solamente en la extrema fragilidad, en todos los sentidos posibles, de los cientos de inmigrantes que la semana pasada sufrieron un gravísimo accidente al darse vuelta la barcaza en la que llegaban a Europa, en las costas cercanas a Sicilia. Cientos de personas escapando – o sacadas – de su propio lugar, de su propia tierra, de sus propios seres queridos – por si, inimaginable para cualquiera de los que estamos aquí –; y seguramente con el sueño o con la promesa de una vida un poco menos peor. Cientos de personas que se colocaron – o las colocaron – en una situación de extremo peligro, de extrema vulnerabilidad, un poco menor quizás de la que escapaban.

Existe en las sociedades a las que pertenecemos una notoria indiferencia e ignorancia sobre estas situaciones de extrema miseria humana. Aún a los que estamos aquí, que por nuestros roles públicos conocemos esta realidad, en ocasiones nos pueden traicionar los prejuicios o las suposiciones básicas que subyacen en nuestra conciencia  

Las razones de la indiferencia de las sociedades de consumo actuales son numerosas y seguramente tienen que ver con la tendencia al individualismo, en detrimento de las bases sociales humanas de solidaridad, generosidad y respeto mutuo. La concepción cristiana de prójimo, a quien “debemos amar como a nosotros mismos”, explicada, por ejemplo, en la famosa parábola del buen samaritano, nos muestra también su opuesto, la indiferencia ante el sufrimiento y la indignidad ajena.

Pero me gustaría detenerme en una razón o unas razones que nos tocan a los aquí convocados por nuestra actividad. A la invisibilidad de las víctimas en estos delitos gravísimos y masificados a los que hemos llamado crimen organizado o crímenes de mercado, que han evolucionado y también se han globalizado al mismo ritmo que el mercado mundial. Y que mucho tienen que ver con la vida actual y el consumo excesivo e innecesario de bienes y servicios.

Y hablo, desde nuestra especialidad, de invisibilidad, porque estas formas de criminalidad han tenido también un desarrollo bajo la falsedad de que están al amparo de derechos fundamentales que se reproducen en general en las constituciones modernas de occidente. Y especialmente me refiero a la idea de autonomía de la voluntad, de la libertad de elección de los propios planes de vida.

Sobre prejuicios xenofóbicos, homofóbicos, racistas, sexistas, chovinistas, etcétera; pero que siempre tienen que ver con un “otro diferente” y con la exclusión, se asienta una creencia social generalizada de que no encontramos ante delitos sin víctimas, o de no tan víctimas; o de damnificados por propia responsabilidad. Como si las relaciones de las que hablamos fueran de tipo consensual.

Piénsese, existe una matriz común vinculada con el consentimiento. A modo de ejemplos, en la explotación laboral, en la trata sexual, en las organizaciones de traslado de migrantes, en el reclutamiento de personas para el comercio de drogas; o, si se quiere, en la relación misma del vendedor de drogas y el adicto, siempre está disfrazado algo que quiere parecérsele al acuerdo de partes, a la libertad de elección. Pero que está contaminado por la vulnerabilidad extrema.

Curiosidades del lenguaje admitir, prometer, son de la misma familia etimológica que omitir, que someter. Estos son los mecanismos contemporáneos de sometimiento. Son tan sutiles como grotescos, como las raíces etimológicas, que llevan a que se escuche parecido permitir y someter.

¿Cuál entonces es nuestro rol público en este contexto? ¿Dicho de otro modo, cuáles son nuestros desafíos ante el crimen organizado?

Por supuesto, los jueces y fiscales que estamos aquí debemos trabajar intensamente, desde la legalidad, en la persecución y condena de los responsables en todos sus estamentos de los hechos criminales que llegan a nuestro conocimiento.

Y debemos hacerlo con pleno conocimiento de que nos enfrentamos a crímenes de mercado, de inusitado poder económico, con capacidad de disputarle con sus mismas reglas al mercado legítimo, a lo que debe agregarse el poder de daño de la ilegalidad; con poderío cierto y comprobado de fusionarse o filtrarse en las cadenas legítimas de producción de bienes y servicios; con un gran potencial para aprovecharse de los intersticios de ineficiencia o de corrupción de las instituciones públicas.

Pero también debemos hacerlo con la conciencia que ese lado oscuro del mercado se aprovecha de la extrema vulnerabilidad de millones de personas, cuya explotación – por ignorancia, por indiferencia y por las características mismas del sistema –no es percibida con claridad por las sociedades actuales.

Los jueces, que estamos institucionalmente empoderados y al mismo tiempo obligados con la jurisdicción, la iurisdictio, debemos imponernos en el “decir jurídico” de nuestras resoluciones la misión de comunicar y explicar que cada condena no sólo es consecuencia de una infracción legal, sino que se corresponde con víctimas de hechos atroces contra la dignidad humana; hacer visible la existencia de víctimas y trabajar para su contención, de modo de colaborar desde nuestros actos públicos en la toma social de conciencia.

Por último, queda decir que las decisiones claras desde la administración de justicia tienen una gran importancia en términos institucionales y sociales, pero también sabemos todos los fiscales y jueces que estamos aquí que cada vez que actuamos desde el derecho penal lo hacemos a partir de un daño ya hecho, un indicador de que fallaron innumerables mecanismos de prevención y de organización.

Debemos entonces, sin salirnos del rol que nos compete, extremar nuestro saber, nuestra creatividad y nuestras propuestas hacia un horizonte de trabajo comprometido y mancomunado desde las áreas públicas y privadas.

Estoy seguro que ese es uno de los sentidos de esta iniciativa que nos reúne.

Para terminar, voy a tomar prestadas – y hacer mías – unas palabras introductorias de Monseñor Sánchez Sorondo vinculadas con la organización del encuentro: “hemos sido convocados a tomar plena conciencia de este desafío, compartir nuestras experiencias, y actuar juntos para abrir nuevos caminos de justicia y promover la dignidad humana, la libertad, la responsabilidad, la felicidad y la paz”.

Muchas gracias.