Declaración final

2019
Statement
3 de mayo

Declaración final sobre Nación, Estado y Estado Nación

Sesión Plenaria, 1 al 3 de mayo de 2019

Declaración final sobre Nación, Estado y Estado Nación

Con demasiada frecuencia, los conflictos entre los Estados-nación son producto del nacionalismo y del retrato hostil del otro. Para superar los desafíos que nos plantea la paz mundial, es fundamental hacer distinciones fundadas en criterios éticos. La Doctrina Social de la Iglesia brinda esta visión realista.

Los conceptos de «Estado» y de «nación» están relacionados, pero son muy diferentes. Un grupo étnico puede ser considerado un pueblo (aunque en muchos casos se nutra considerablemente de otros pueblos) si tiene una lengua en común y comparte algún tipo de ascendencia. Una nación es un grupo de personas que comparten afinidades objetivas (en particular lingüísticas y culturales, y en menor grado, étnicas y religiosas), y especialmente, una sensación subjetiva de pertenencia, a menudo emanada de una historia común. Este colectivo suele aspirar a una condición de Estado compartida, que surge de la voluntad de ser dueños de un destino común. Un Estado es una institución formada por una comunidad de individuos que viven en un territorio dado y que se organizan según un único sistema jurídico, dotado de poder coercitivo. Además, es independiente de otros Estados, y en este sentido, es soberano. Fue recién en el Siglo XIX que los Estados comenzaron a percibirse a sí mismos como moradas de una única nación, y que las naciones comenzaron a exigir un Estado compartido para sí. Los Estados multiétnicos abundaron durante gran parte de la historia humana, y lo mismo ocurrió con las ciudades-Estado que se erigieron por debajo del nivel nacional. Muchos de estos Estados siguen existiendo, especialmente los que ocupan grandes extensiones territoriales, como es el caso de India, China y Rusia. Por otro lado, hay Estados, muchos de ellos africanos, que carecen de una nación propia porque son resultado del colonialismo, con fronteras que no suelen coincidir con la distribución de los diferentes pueblos o grupos étnicos.

Los Estados uninacionales no son los únicos que gozan de una

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Con demasiada frecuencia, los conflictos entre los Estados-nación son producto del nacionalismo y del retrato hostil del otro. Para superar los desafíos que nos plantea la paz mundial, es fundamental hacer distinciones fundadas en criterios éticos. La Doctrina Social de la Iglesia brinda esta visión realista.

Los conceptos de «Estado» y de «nación» están relacionados, pero son muy diferentes. Un grupo étnico puede ser considerado un pueblo (aunque en muchos casos se nutra considerablemente de otros pueblos) si tiene una lengua en común y comparte algún tipo de ascendencia. Una nación es un grupo de personas que comparten afinidades objetivas (en particular lingüísticas y culturales, y en menor grado, étnicas y religiosas), y especialmente, una sensación subjetiva de pertenencia, a menudo emanada de una historia común. Este colectivo suele aspirar a una condición de Estado compartida, que surge de la voluntad de ser dueños de un destino común. Un Estado es una institución formada por una comunidad de individuos que viven en un territorio dado y que se organizan según un único sistema jurídico, dotado de poder coercitivo. Además, es independiente de otros Estados, y en este sentido, es soberano. Fue recién en el Siglo XIX que los Estados comenzaron a percibirse a sí mismos como moradas de una única nación, y que las naciones comenzaron a exigir un Estado compartido para sí. Los Estados multiétnicos abundaron durante gran parte de la historia humana, y lo mismo ocurrió con las ciudades-Estado que se erigieron por debajo del nivel nacional. Muchos de estos Estados siguen existiendo, especialmente los que ocupan grandes extensiones territoriales, como es el caso de India, China y Rusia. Por otro lado, hay Estados, muchos de ellos africanos, que carecen de una nación propia porque son resultado del colonialismo, con fronteras que no suelen coincidir con la distribución de los diferentes pueblos o grupos étnicos.

Los Estados uninacionales no son los únicos que gozan de una condición de Estado legítima, o incluso privilegiada; casi todos los Estados son multinacionales. Dado que no existen mecanismos sencillos para modificar las fronteras de un Estado, y en la mayoría de los casos, aunque existan notables excepciones (caso de la ex Checoslovaquia), dicho proceso va acompañado del derramamiento de sangre (pensemos en la ex Yugoslavia), la secesión de una nación autodeclarada sin el consentimiento de su legítimo gobierno es moralmente inaceptable a no ser que tal gesto esté libre de toda violación a los derechos humanos. En este caso, el movimiento de secesión bien puede estar amparado por el derecho general de resistirse a un gobierno que quebranta los principios básicos del derecho natural. Los Estados están obligados por el derecho internacional y los diferentes derechos internos a garantizar el goce de los derechos básicos por parte de las etnias minoritarias —las que, de lo contrario, pueden verse inclinadas a apartarse—, y deben evitar dar la impresión de una opresión de las minorías étnicas a manos de la mayoría. La discriminación por motivos raciales, étnicos y religiosos no debe admitirse en lo relativo al acceso a la función pública, y debe haber un amplio espacio para la conservación de las culturas minoritarias, en particular en materia de lengua y religión. Un Estado federal suele ser una estructura constitucional ecuánime que garantiza estos derechos, pero tal situación no siempre es factible, por razones históricas o geográficas. Un Estado federal es recomendable incluso en el caso de homogeneidad cultural, pues agrega una división de poderes vertical a la división de poderes horizontal y más tradicional. Los conflictos territoriales, el trato injusto para con las minorías, la propaganda nacionalista contra las naciones vecinas con miras a generar apoyo popular para el gobierno de turno, y las ambiciones imperialistas son potenciales amenazas a la paz mundial.

Aunque los Estados-nación homogéneos quizás tengan la ventaja de un proceso decisorio más eficiente, no deberían oponerse a la cooperación internacional, dentro de, por ejemplo, el colectivo de Estados representado por las Naciones Unidas, o en el seno de las organizaciones supranacionales. La necesidad de la cooperación internacional aumentó en las últimas décadas por al menos tres razones. En primer lugar, la globalización económica exige una estructura política que sirva para atender sus desafíos. Los mercados solo pueden funcionar con un marco jurídico que no esté sometido a las fuerzas del mercado. En segundo lugar, los problemas ambientales son, en gran medida, de naturaleza global. El cambio climático no conoce fronteras: únicamente una cooperación uniforme y duradera entre los Estados puede ayudar a mitigarlo. En tercer lugar, los acuerdos internacionales en materia de seguridad son hoy más urgentes que nunca, debido a las nuevas armas de destrucción masiva, que tienen el poder de arrasar con la mayor parte de la vida en el planeta. Al mismo tiempo, el principio de subsidiaridad justifica la soberanía de los Estados: al igual que las familias, las ciudades, las regiones y también los Estados tienen que poder alcanzar sus respectivos objetivos en forma autónoma.

Cuando el bien común adquiere un mayor nivel de complejidad, la cooperación internacional se vuelve una necesidad. La Unión Europea es un ejemplo exitoso de organización en parte supranacional basada en una soberanía compartida, la cual tiene por objeto concretar metas que no están al alcance de los estamentos de gobierno inferiores. Claramente todas las organizaciones internacionales y supranacionales son criticables y perfectibles, y todas deben mejorar su eficacia y eficiencia. El objetivo, sin embargo, debe ser su optimización, no su anulación.

Aunque en el lenguaje cotidiano las palabras patriotismo y nacionalismo se utilizan como sinónimos, la Doctrina Social de la Iglesia distingue entre ambos términos para señalar dos actitudes diferentes. El patriotismo —definido como el amor por la patria y la consiguiente voluntad de defenderla y de contribuir a su desarrollo— es un sentimiento noble, pues constituye la afirmación del legítimo deseo de una comunidad de afirmar su autodeterminación y su autogobierno. Reprimirlo es no solo injusto sino también contraproducente, dado que puede desatar reacciones negativas de nacionalismo extremo. El nacionalismo exclusivo e imperialista es una forma perversa de patriotismo. Existen tres formas de nacionalismo que deberían ser rechazadas por razones morales y políticas: el que se manifiesta a través de las actividades secesionistas injustificadas; el que se pone de relieve en la opresión de los derechos de las minorías étnicas, y el que con su agresividad conducir a un conflicto armado.

El nacionalismo también puede irrumpir en el ámbito internacional cuando se rechaza la cooperación a ese nivel. Dicha cooperación es necesaria en por lo menos las siguientes áreas, que hacen al bien común de la humanidad en su conjunto: el comercio internacional, las migraciones, los derechos humanos y los tratados de desarme. Esto es particularmente cierto en el caso de las políticas climáticas, un área irresponsablemente replegada. En su forma más peligrosa, el nacionalismo puede engendrar la idolatría del propio Estado, la negativa a cooperar con otros países, e incluso la negación de los derechos de otros Estados, de los derechos humanos de otras personas y de los migrantes. En el peor de los casos, puede desatar guerras que, a diferencia de las que se libran para defender el propio territorio o el de países aliados, son injustas e ilegales.

El meollo del debate en materia económica estriba en si la mejor manera de resolver esta problemática es abandonando la globalización —algo que, de todas formas, quizás sea imposible—, o mejorándola mucho. Si tomamos la experiencia del siglo XX, parece claro que dar la espalda a la globalización sería la peor solución. Sin embargo, no son pocos aquellos que enarbolan el nacional-populismo y bogan por renegar de la economía globalizada o limitarla al máximo. Desde luego, está por demás claro que la globalización económica tiene mucho camino por recorrer en materia de justicia social y económica, y en el cuidado del ambiente que todos los seres humanos compartimos. Como subraya Laudato si’, lejos de ser un bien público o privado, el medio ambiente es un bien común global: por eso exige un esquema especial de gobernanza.

A nivel mundial, el quehacer político se encuentra en una encrucijada. Las instituciones de la posguerra, creadas para garantizar un orden mundial pacífico y una prosperidad inclusiva, están poniéndose algo vetustas (pensemos en, por ejemplo, el Consejo de Seguridad de la ONU). Es más, las instituciones transnacionales fundadas en la misma época, con mandatos a veces contradictorios entre sí, han terminado por generar una confusa fragmentación de la autoridad. Como señala Benedicto XVI en la última parte de Caritas in Veritate (2009), no podemos postergar más la búsqueda de una nueva configuración institucional, que sirva para regir las crecientes interdependencias e interconexiones entre las sociedades y dentro de ellas. De lo contrario, será imposible evitar consecuencias desastrosas, la más grave de las cuales es el impulso desesperado de algunos pueblos que, engañados, pretenden encontrar la solución a sus vicisitudes en la soberanía y en la defensa unilateral de sus propios intereses. Al mismo tiempo, sería imprudente aceptar el modelo de la democracia posnacional en el nombre de una ciudadanía cosmopolita que ve el concepto de nación como algo perimido. El sentir nacional bien puede ir de la mano de la democracia, siempre y cuando esta última no retroceda y se transforme en una democracia iliberal. No obstante, el surgimiento de los nacionalismos agresivos, el socavamiento de la cooperación internacional y las instituciones supranacionales —como la Unión Europea y muchas otras— y la negativa a desarrollar una cooperación internacional vinculante en materia económica, climática y de seguridad son amenazas contra lo que es moral y políticamente necesario. No cabe duda de que divergen de los principios defendidos por la Doctrina Social de la Iglesia, y no coinciden con una perspectiva de un mundo regido por el ideal de la prosperidad inclusiva.

Como sugiere el Papa Francisco, se necesita una mayor y más intensa cooperación internacional para superar los disensos entre las naciones, ofreciendo nuevas vías de colaboración y desarrollo sostenible, sobre todo en torno a los nuevos desafíos del cambio climático y las formas modernas de esclavitud, y en lo relativo a la paz, bien supremo que hoy día está bajo ataque.

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Firmantes

Presidente Prof. Stefano Zamagni
Canciller S.E. Mons. Marcelo Sánchez Sorondo
S.E. Mons. Roland Minnerath
Prof. Pierpaolo Donati
Prof. Vittorio Hösle
Prof. Hsin-chi Kuan
Prof. Margaret Archer
Prof. Rocco Buttiglione
Prof. Paolo Carozza
Prof. Partha Dasgupta
Prof. Gerard-Francois Dumont
Prof. Ana Marta González
Prof. Juan Llach
Prof. Janne Matlary
Prof. John McEldowney
Prof. Lubomir Mlcoch
Prof. Vittorio Possenti
Prof. José T. Raga
Prof. Gregory Reichberg
Prof. Louis Sabourin
Prof. John (Hans Joachim) Schellnhuber
Prof. Marcelo Suárez-Orozco
Prof. Krzysztof Wielecki
Prof. Paulus Zulu
Prof. Niraja Gopal Jayal
Dr. Theo Waigel
Prof. Andrei Zubov